Cuento: La chica del maizal, entrega 2/3


II.

Los observé por unos minutos. Su forma de comportarse era irreverente, tosca e idiota; básicamente era adolescente. Quise poner mis manos en el cuello del que hablaba más fuerte, quise estrujarlo y hacer que me pidiera una disculpa, escuchar sus suplicas. Sus diálogos, sus conversaciones, sus temas de interés me asqueaban. Jamás quise asesinar a alguien tanto como a ellos. Estoy segura que no comprenden la gravedad de sus actos. Ellos seguían bebiendo cervezas, y yo no había ingerido algo en más de doce horas. Comenzaba a perder los estribos… pero seguí esperando… esperando… esperando.

Seguí recordando. Recordé el primer contacto con ellos, intenté acercarme pacíficamente, presentarme y agradarles, al final los humanos siempre queremos pertenecer… aunque sea superficialmente, y sí, yo quería pertenecer, quería que ellos me reconocieran, quería saber de ellos y que ellos supieran de mí. ¿Ese fue mi error? ¿Querer pertenecer? Al salir de la clase quise cuestionarlos de su irreverente actitud, pero una chica me empujó, y dijo “aléjate, pobretona”. Nunca imaginé que las cosas fueran a darse así.

Una chica, la cual no recuerdo su nombre, solo su apellido: Galicia se alejó de la camioneta. Por el contexto pude entender que quería ir al baño, pero no quería ir sola, la expresión de miedo en su cara lo confirmaba. No sé a qué le tenía miedo, pero seguramente no era a mí, aunque debió tenerlo. En algún lado leí que la gente no le tiene miedo a las cosas visibles, sino a las cosas que no pueden ver, a las cosas que ponen en duda su existencia.

En estos momentos los peores pensamientos cruzan mi mente… y sólo quiero que ellos sientan lo que yo sentí. También había leído que el cuerpo humano es capaz de superar sus limitaciones cuando se encuentra en un hecho traumático, supongo que el porqué de estos pensamientos es justificable. El porqué de estos pensamientos de venganza, odio y rencor… las ganas de asesinar.

Entonces comenzaré con ella. Deberé ser rápida porque se percataran de su ausencia demasiado pronto. Incluso si piensan que se perdió todos se desperdigaran buscándola. Y ahí ganaré. Ganaré lo que ellos me quitaron desde el primer momento con su desdén: mi dignidad. Mi “superioridad”. Nunca me había sentido tan llena de venganza… nunca me había sentido tan poderosa.

Veo que Galicia se adentra al maizal. La sigo de cerca, procuro no hacer ruido, aunque el maíz cruje con poco contacto. Me tropiezo con un pequeño milagro, una segueta  usada para cortar los tallos. Supongo que es una señal divina, ya sé lo que haré. Los pensamientos agresivos me acaban de dar una idea. Galicia se pone en cuclillas, se baja el pantalón y justo cuando comienza le asesto un golpe directo en la sien izquierda, ella ni siquiera lo nota y cae inconscientemente. Me apresuro a arrastrarla lejos, no quiero que sus gritos se oigan… o tal vez sí. No sé de donde sale tanta fuerza, puedo arrastrarla con toda la facilidad del mundo. Tomo la segueta y le corto una mano, me asombra lo difícil que es cortar carne humana, juraría que era más fácil. Ella despierta en cuanto siente el corte, se horroriza y grita; yo le asesto otro golpe con la segueta que acaba en medio de su frente, ella se calla por unos minutos más. Sigo con la otra mano, y con los pies. Le corto cada dedo -mentalmente voy contando el tiempo y sé que ellos no tardaran en buscarla- tengo un plan, como siempre. Le hago un tajo final en el cuello y la sangre chorrea por montones, ella se comienza ahoga con la sangre y no escucho sus palabras finales –tampoco es que me interese en realidad–, siento la sangre fría en las manos, quiero quitarla de mí, pero a la vez embarrarla en todo su cuerpo, en toda ella. Puta, ella nunca debió juntarse con ella, nunca debió pertenecer, puta, puta, puta. ¿O soy yo la que no debí pertenecer?

Tomo cada dedo del pie. Tomo las dos manos. Coloco cada pieza separada cerca de su camioneta y en algunos puntos donde hay luz en el maizal. Mientras, jalo a Galicia al espantapájaros, tendré que subirla y amarrarla. Quiero oír los gritos de los tres hijos de perra que sobran cuando la vean suspendida en el lugar que me pertenecía. Tengo algo especial para cada uno de ellos. Solo recuerdo sus apellidos: Lopez (él), Kienhle (ella) y Gibraltar (él). Después de subir a Galicia, me escondo cerca y me pongo a escuchar delicadamente sus reacciones. Como lo predije los tres se han separado y seguramente han estado bebiendo. El primero que llega es Gibraltar, era el menos superficial de los tres, digamos que él fue el que menos peor me trató, así que seré breve, no busco un sufrimiento absurdo. Lo rodeo, y me planto frente a él, comienzo a llorar –y a fingir– él pone cara de sorprendido, no sabe que pensar. Corro a abrazarlo –con la segueta escondida detrás, en mi pantalón–. Mientras está distraído le clavo una punta de la segueta en la espalda, él cae de rodillas y le corto la garganta. Soy breve y letal. Tengo que jalarlo –con más trabajo que a Galicia– lejos del espantapájaros y adentrarlo al maizal.

Justo después que acabé con Gibraltar, oigo el grito de Kienhle, corro a buscarla antes de que Lopez venga. No podría con los dos. La veo a lo lejos, perdida entre el maizal, su figura resalta en la pálida noche; ella grita y voltea a todos lados, es un manojo de nervios. Me escondo y susurro “Perra”, ella busca en todos lados, y grita absurdamente “¿quién está ahí? ¿Quién eres?”. Desde la oscuridad le lanzo un dedo que guarde, y ella grita atrozmente; creo que nunca oí un grito tan estremecedor. El juego psicológico funcionó de maravilla. Creo que yo hubiera reaccionado de la misma forma… si tan solo hubiera tenido amigos. La persigo y la alcanzo en diez segundos, tengo la segueta lista y la clavo en su pierna. La tengo a mis pies, ella suplica, pero no me interesa. No más. Al igual que con las palabras de Galicia, las ahogo en el fondo de mis recuerdos, en el fondo de cosas que no me importan. Le pateo la cara, ella cierra la mandíbula, se toca la cara con las manos y yo por reflejo le escupo. Comienzo a llorar, no me creía capaz de escupirle a alguien en la cara bajo ningún motivo. ¿Por qué tuvo que ser así? Yo sólo quería pertenecer. Le clavo la segueta en los ojos y las dejo ahí. Sólo queda Lopez, su líder, el más popular. The last guy standing… y estoy lista para acabar con esto.
Justo antes de volver a adentrarme en el maíz en huir y echarle la culpa a López, no suena tan descabellado: la niña nueva siendo sometida y el niño ricachón que se vuelve loco y descuartiza a sus amigos… algo muy común en la actualidad, pero algo me dice que no saldrá bien, en el fondo sé que escapará. Algo me dice tiene los recursos para zafarse sin mayor problema… algo que yo no podré. Vayamos por el camino seguro, por el camino de la venganza

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